viernes, agosto 04, 2006

Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora enumerar las mercancias que se compran a buen precio: ágata, ónix, crisopacio, y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se asa sobre la llama de leña de cerezo estacionada, espolvoreada con mucho óregano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -asi cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con esas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos, uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en el medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte pero no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que aveces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas y ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma y crees que gozas de toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.



Italo Calvino